VII (UMDC)

7
REGLAS, CLÁUSULAS Y CONTRATOS

«La persistencia de la memoria»
Salvador Dahlí 

ELLA

La entrevista que tuve en el bar fue hace más de ocho meses y todavía la recuerdo. Don estaba sentado del otro lado de su escritorio con los zapatos encima del mueble, observándome. Su mirada no era de deseo, sino como quien compra una res al matadero. 

Me entregó mi primer uniforme y me hizo probármelo, una falda diminuta y un top de colegiala que llegaba a mis costillas. Mis manos estaban frente a mi abdomen intentando cubrir mi desnudez. Luché contra mi instinto que me pedía escapar, porque el hambre y el recordatorio del pequeño niño que dependía de mí eran más fuertes. 

Respiro hondo y alejo los recuerdos. 

Me pierdo en la espalda ancha y el cuerpo alto de Leonardo, todas las personas quieren algo a cambio. Cada vez que he necesitado ayuda termino pagando con creces la deuda. ¿Qué es lo que quiere él de mí? Busco alrededor en la sala. No es dinero. No es mi ayuda. No tengo habilidades para ser indispensable. Lo único que puedo entregar es lo que me negué antes.

Respiro lento. Haré lo que me pida con tal de no volver a mi anterior vida, no volveré a ese edificio, no volveré a pasar hambre y frío, no volveré a ser acosada por borrachos, no volveré a las amenazas de Don, no volveré.

«Aquí y ahora, Elisa».

Sobre la isla de la cocina está el plato con la pasta a la boloñesa recalentados en el microondas; los cubiertos, que tardé en encontrar entre todos los cajones de la cocina; un vaso, una botella de agua mineral, una lata de soda y vino.

—¿Cenas?

Niego y me siento en el taburete a su lado con las manos fuertemente amarradas entre sí sobre mi regazo, para ocultar mi nerviosismo. Lo que sea que él añada a sus reglas, lo haré. Lo que sea.

—Hay algunos puntos importantes que deben quedar claros. —Asiento animándolo a seguir—. Entiendes que no puedo darte un duplicado del apartamento, ¿no? 

—Soy una extraña, lo entiendo. —No tengo ninguna esperanza a que dormir aquí signifique tener el lugar para mí todo el día, tampoco debo hacerlo sentir que mi presencia será una carga, estoy dispuesta a ser tan invisible como sea capaz—. ¿A qué hora regresas del trabajo?

Mira hacia el techo como si estuviese pensando en la respuesta a una pregunta complicada, aunque debe serlo, aquí estoy exigiendo su horario, cuando posiblemente no ha tenido que deberle explicaciones a nadie menos a una desconocida.

—Usualmente llego tarde. Mañana tengo un día ocupado, pero dejaré avisado en la recepción que estarás aquí, si es Teodoro, Rafael o alguno de los otros porteros te dejarán subir. Le pediré a Dolores que espere —asiento, no confía en mí lo que es quizá lo más sensato que le he oído desde que nos encontramos. Me alegra que sea tan insensato como para haberme traído aquí, pero al menos corroboro que es lo suficientemente cuerdo para desconfiar de mí. 

—De acuerdo.

—Puedes comer lo que quieras, Dolores se encarga de la comida, aunque tendrás que hacer tu propio desayuno y cena. Me gusta la casa limpia, puedes usar la sala de juegos, sólo no…

—¿Sala de juegos? —lo interrumpo de nuevo.

¿Hay eso aquí? 

—La puerta al fondo —explica con voz cansada. Estiro mi cuello hacia el segundo pasillo, aunque desde donde me encuentro es imposible mirar la puerta a la que se refiere—, pero tienes que dejar todo en su lugar, ¿de acuerdo?

—Tendré limpio —aseguro, pero en respuesta pone una mueca incrédula.

—Ya lo veremos. Hay unos aparatos de ejercicio en el gimnasio, también puedes usarlos.

Esos sí los vi, un salón con piso alfombrado, y toda clase de máquinas y pesas para hacer ejercicio. Asiento en silencio y él continua:

—Tengo reuniones que atender estos días, es posible que llegue tarde algunas noches, eso no significa que puedes invitar a nadie ni hacer fiestas o hacer uso de la estantería de vinos —asiento tres veces, lo entiendo. Leonardo se levanta y abre el refrigerador, saca un envase de yogurt y del tercer estante de la cocina, sobre el lavavajillas, toma un frasco con frutos secos, no ha probado siquiera el plato de pasta. Huele delicioso, aunque sólo él sabe el tiempo que lleva guardado en el refrigerador. Los lujos de la gente con dinero: tirar la comida que sobra—. Mañana tendrás una entrevista con mi hermana.

—¿Trabajaré en el café de Clare? 

—No tengo tanta influencia, tendrás que ganarte eso por tu cuenta, te conseguí la entrevista.

—Gracias.

Leonardo saca un plato pequeño donde sirve frutos secos y cuatro grandes cucharadas de yogurt, se me hace agua la boca, dejo de mirar su comida y me concentro en otra cosa, sus ojos son demasiado penetrantes, y sería grosero de mi parte ver hacia otra parte que no sea él. Termino bajando hasta encontrar un lunar al nivel de su garganta. Miro fijamente ese punto.

—Y por la tarde, Clare te llevará de compras.

Abro la boca para protestar, pero me detiene. 

—No está a discusión, necesitas ropa, será un préstamo y con tu salario podrás devolvérmelo. 

¿Cómo puedo explicarle que ya tengo gastado ese primer salario que aún no gano? Cuánto más me tarde en reunir el dinero para Don, mayores serán los intereses. Adrián necesita el dinero. Ya intenté trabajar antes en cosas decentes, pero la paga siempre es inferior a lo que Tía necesita.

—¿Puedo protestar sobre ese único punto?

Niega.

—¿Algo más que debería saber?

—El más importante, por supuesto.

Respiro hondo. Ya sé sus reglas, sé lo que me ofrece: trabajo, techo y ropa. Sólo falta hablar de su condicionante para recibir todo esto. Siento las púas afiladas formarse dentro de mí.

—Al primer problema que des, estarás fuera. 

Me da un vuelco el estómago. 

—No daré problemas —le juro a él y a mí.

—Ya lo veremos. 

Asiento repetidamente, como si fuese un conejito asustado antes de ir a una prueba de laboratorio. 

Él no lo sabe, pero yo ya soy un problema. Si fuese honesta con este gentil hombre me convertiría en la puta que una noche trajo a vivir a su casa. Se arrepentiría y me echaría de aquí. En la vida real el hombre adinerado que lleva a vivir a su apartamento a una mujer de burdel no se enamora de ella ni viven felices para siempre, en la vida real te lanzan de vuelta a la calle. 

Debería haber una regla sobre ser sincera sobre quién soy y mi pasado, eso me motivaría a decir la verdad. Pero no la hay. ¿Y si la hubiera? Si la hubiera no tendría tiempo de demostrarle que merezco esta oportunidad, me lanzaría de regreso a las alcantarillas.

—¿Y a cambio qué debo hacer? —pregunto con voz neutra, inexpresiva y calmada, ocultando el caos que llevo por dentro. Sus ojos azules me miran con detenimiento.

—No quemes mi apartamento, no rompas mis reglas y haz un esfuerzo por no crear problemas con mi hermana. 

Frunzo el ceño.

—¿Algo más? 

Baja la vista hacia el plato de pasta boloñesa, y yo también lo hago, trago saliva una vez más.

—Vas a comer, Elisa. No tienes ninguna razón para pasar hambre aquí. 

—Comí mucho esta tarde.

—Comer es una de mis solicitudes, así que hazlo. 

Él no tiene que decir más, tomo el tenedor, agradecida de esa última regla que en realidad es un pase a la libertad.

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