IV (UMDC)

NECESIDADES, CARENCIAS Y LUJOS


«Still Life of Apples, Pears, Cucumbers, Figs, and a Melon»
Fede Galizia

ELLA

Mismo domingo por la tarde, 15:37 

Me quedo bajo las sábanas tanto como me es posible. Cielos, si tan sólo pudiera dormir en una cama mis días iniciarían más alegres. 

Imagino cómo sería mi estudio en este espacio: la estufa vieja al lado del refrigerador descompuesto; un mueble con termitas donde guardo el par de vasos y platos; el pequeño armario que se ve grande por mi escasa ropa; el sofá con resortes; el baño sin espejo con mi nombre en la pared para recordarme quien soy. Y eso es todo. Vaya. No. Esta habitación es fácilmente el doble. 

Y el silencio. Sin vecinos ruidosos, sin sus gritos, ni música escandalosa de cumbia, reguetón o rancheras entremezclándose, aquí no es posible siquiera escuchar el ruido de los vehículos. Silencio y paz. 

Miro hacia el techo y luego hacia un pequeño reloj esférico sobre la mesita de noche, son las tres de la tarde. 

Tengo que irme. Estoy segura de que el silencio es porque mi anfitrión sigue dormido. No puedo irme sin agradecerle, sería maleducado de mi parte, y a nadie engaño, no quiero irme aún, quiero estos últimos minutos en el paraíso. 

Tengo curiosidad sobre la vista de este lado de la ciudad, pero podría sacrificar mi curiosidad por más tiempo acostada en esta exquisita y caliente cama, no existe punto de comparación con mi frazada tiesa para las noches frías. Esto es acogedor. Sé que tras la ventana encontraré un panorama más alentador al que estoy acostumbrada: no estarán las peleas de mis vecinos ni los automóviles que pasan a baja velocidad vendiendo coca. 

La vista debe ser envidiable, seguro que sí, pero no quiero levantarme a descubrir las maravillas que podría encontrarme, quiero disfrutar de esto. La cama es mi propio castillo de cenicienta, luego tendré que volver al mugriento calabozo y vivir esa vida, pero por ahora puedo fantasear con esto por unos minutos más. 

Fingiría dormir todo el día, de no ser por el hambre. Mi última comida fue el emparedado de pollo de hace dos noches, sí, tengo hambre, no como si mi vida estuviera en peligro por inanición, pero el ruido de mi estómago se convertirá pronto en una verdadera molestia, una imposible de ignorar hasta que dé paso al dolor y sé que el modo de aplacar la sensación es con un par de cubos de hielos, un artilugio para engañar a mi cerebro. 

Hoy es domingo. Cierro los ojos pensando en la tortura que me espera para el día. Con suerte habrá hielos en el congelador, si es que hoy quiere funcionar, de lo contrario tendré que ir con mi vecina a pedirle un par. 

Aprieto los ojos pensando en la cantidad de dinero que llevo conmigo, las propinas de la noche anterior fueron buenas, lo que usualmente ganaría en dos días, pero todavía debo juntar más. Pero apretar los ojos no regresa el sueño, y no puedo fingir que estoy dormida para engañar a mi estómago.

Y como si no tuviese ya dificultades para controlar mi hambre, mi olfato también despierta. Todo lo que percibo es el olor a comida, duro otro par de minutos en la recámara ignorando a mi estómago y a mi nariz hasta que no puedo más. Esto se acerca bastante a una tortura medieval, o a una tortura del siglo XXI para personas hambrientas. Debo salir de aquí antes de que el dolor se vuelva insoportable.

Me pongo los tenis, tiendo la cama justo como la encontré, arreglo mi cabello, hago buches con enjuague bucal que encuentro en el baño, y arrastrando los pies salgo de la habitación.

El único sonido que alcanzo a escuchar es el golpe constante del cuchillo. Supongo que puedo agradecer por el buen trato y me retiraré, el pasillo está iluminado lo suficiente para hacerme pensar que tengo el tiempo necesario para pasar dos horas caminando hasta mi edificio, ¿podría tomarme más tiempo regresar? 

El apartamento tiene paredes claras y oscuras contrastando, un blanco pálido y azul oscuro; hay algunos cuadros de pinturas con marcos plateados; camino lento apreciando las decoraciones, pero sin detenerme demasiado y no lo suficiente para eludir lo inevitable: mi retorno al infierno.

—Buenos días —saluda Leonardo apenas llego al final del pasillo.

Está en la cocina preparando el desayuno, como si fuese a recibir visitas de todo un ejército. Quizá la noche anterior estuve más asustada que de costumbre y más distraída por todas las emociones que me golpeaban por dentro, eso es lo único que se me ocurre para no haberle prestado un segundo de atención a mi salvador. 

Se rasuró, lo que lo hace parecer más joven, quizás no tanto como yo, pero lo suficiente para hacerme creer que no tenemos una docena de años de distancia; y ahora que no viste una camisa formal, sino una camiseta de algodón delgada que marca sus músculos bajo la tela tiene un aire más relajado y menos tenso. Sus ojos azules se mantienen en mi rostro, supongo que, midiendo mis deseos de correr, no descienden a mi cuerpo y no me miran con lujuria, me analizan con calma. Es el tipo de persona que la vida ha tratado bien. La comida sobre la barra lo confirma. 

—Despertaste.

—Ho-hola —tartamudeo un saludo sin volver la vista a él.

Tiene un poco de todo, pan tostado, una cacerola con huevos revueltos, fruta picada de todos los tipos que se me ocurren, licuado, quesadillas y yogurt en un recipiente de vidrio. Leonardo continúa cortando la manzana por lo que ignora por completo la tortura que toda esta comida representa para mí, ahora tengo que hacer acopio de voluntad y dignidad para quedarme quieta del otro lado de la barra de la cocina, en lugar de lanzarme a tomar algo.

Nunca he robado, pero ¿acaso alguien podría culparme por considerarlo? Hace unos meses mi desayuno consistía en avena. Esto frente a mí es manjar de dioses.

—Quería agradecerte por todo, otra vez, antes de irme. 

Leonardo levanta la cabeza con el ceño fruncido.

—¿No quieres comer algo antes? 

¡Sí!, grita mi hambre, pero me obligo a negar con la cabeza.

Aunque eso no evita que vuelva a mirar la comida y a él, le sonrío esperando que eso muestre mi agradecimiento. Sé que no hay manera en el mundo de que él en realidad quiera que yo desayune, posiblemente está esperando a alguien.

—No quisiera interrumpir. Ya has hecho mucho por mí. 

—Tonterías, venga, hice esto para ambos.

Mi boca se llena de saliva, al tiempo que él me hace una seña con la mano para que tome lo que sea frente a mí. Nuevamente controlo el impulso de lanzarme a toda esa comida y de manera tímida tomo un plato y dejo encima una rebanada de manzana y otra de melón.

—Lo hice para ti, puedes tomar lo que quieras. 

De acuerdo. Sirvo un poco de huevo, un par de quesadillas y más fruta. Lo que empieza con un lento y tímido desayuno se convierte en un maratón de ver cuánto puedo comer en menos tiempo, devoro una tras otra cosa sin dejar espacio para la conversación. Leonardo continúa partiendo las frutas, pero yo no puedo parar de comer. Cielos. Si este será mi primer y último desayuno decente debería tener derecho a disfrutarlo, pero engullo más que saborear lo que meto a mi boca, porque sé que será el último por un largo tiempo. 

—¿Y qué hacías por esa zona?

Estoy lista para el interrogatorio, estuve en la cama inventando una buena historia. 

—Mi compañera de cuarto y yo tuvimos una pelea. —Mastico un poco de manzana—, creo que estaba drogada o lo que sea. —Tomo una fresa—, y me echó de su casa. —Bebo a sorbos rápidos el jugo de naranja—. No sé qué estaba pensando cuando salí a buscar donde dormir. —Tomo la quesadilla.

—¿Te corrió a las cuatro de la mañana? 

—Llevaba algunas horas caminando. —Mastico de nuevo—. Ella tomó todo mi dinero para pagar sus medicamentos —me interrumpo para tomar una uva y saborearla, ¿hace cuánto no había probado todas esas frutas? — y cuando la enfrenté. —Nunca había probado el kiwi—, terminé sin techo ni dinero. —Más jugo.

—¿Medicamentos? —Dos cucharadas de huevo. 

—Coca. 

Sirvo otra quesadilla y más fruta.

ÉL

¿Cómo es posible que una persona tan pequeña pueda comer tanto? 

Partí una fruta de cada tipo que encontré en el refrigerador porque no tenía idea de cuál podría gustarle y preparé diferentes desayunos en pequeñas porciones para darle opciones. También lo hice para mantenerme concentrado en la cocina en lugar de pensar en la desconocida que dormía en la habitación de invitados. Pero nunca consideré esta posibilidad. 

No han pasado ni veinte minutos desde que entró a la cocina y ella ya devoró casi la mitad de todo lo que preparé. Sería gracioso en otra circunstancia, pero ella come con urgencia, como si de pronto todo fuese a desaparecer frente a sus ojos. Y me pregunto si acaso no la salvé anoche de algún otro peligro más grande que un cabrón.

Aun espero que sea mayor de edad y no haya cometido algún delito como secuestro de menores esta noche, pero no parece menor, sino indefensa. Como una pequeña mujer de cristal que quiere aparentar normalidad cuando es tan evidente que está a punto de quebrarse, ¿qué digo? Niego para mí, ella no es mi problema. No voy a empatizar con ella. No lo haré. Pero me cuenta cómo su compañera le robó todo el dinero que tenía.

Observo con atención sus ojos, no es drogadicta, nunca he conocido a una, pero podría apostar que sabría identificar si lo fuera. ¿Debería tener los ojos rojos?, ¿las pupilas dilatadas?, ¿debería haber algo más? Le sirvo más jugo de naranja que ella bebe de un trago, me sirvo un vaso y de nuevo a ella. De pronto se detiene a mitad de la explicación y entonces pregunta:

—¿Llevas mucho tiempo viviendo aquí? —Sirve un poco más de fruta a su plato.

Sonrío, repentinamente incómodo sabiendo el dinero que tengo en el banco. 

—Es de mis padres —miento. Ella levanta la vista, asiente y sigue masticando. 

Porque no voy a ponerme a presumirle a esta desconocida cómo a mis treinta y dos años logré juntar una pequeña fortuna, que tengo un apartamento, una casa de verano frente a la playa que me donó mamá para hacer un rompimiento con la propiedad que se ganó al divorciarse de mi padre, y una casa a las afueras de la ciudad donde se supone que yo comenzaría una vida.

Elisa está metiendo una a una las uvas a su boca y eso funciona para alejar mis pensamientos masoquistas. Mis problemas no son nada en comparación a los de esta chica. 

—Es muy bonito —extiende sus brazos señalando el salón. 

—Gracias. 

—¿Y dónde trabajas tú? —me devuelve la pregunta

—Soy socio de una cafetería —miento, asiente como si eso tuviera todo el sentido del mundo. En realidad, es de mi hermana, yo sólo me llevé el crédito de darle un préstamo para que abriera su negocio, y luego le di más dinero para que me cediera su parte de la casa en la playa, pero si en tres años logró despegar lo suficiente para abrir otras tres cafeterías algo está haciendo bien. 

—¿Y cómo se llama? —dudo en responder, pero su mirada interrogante insiste. 

—El café de Clare. Mi hermana está a cargo.

—Bien, pues si… y no digo que debas considerarlo ahora, pero si alguna vez… —se detiene y mira sus manos que juguetean en la barra.

—¿Sí?

Sigo esperando que continúe la frase y concluya con la esperanza de una oferta laboral, pero no dice nada, toma otro pedazo de fruta, pero al final lo devuelve al plato

—¿Sí? —repito.

—Una tontería. —Su ánimo se estrella contra el suelo—, ¿puedo usar el baño? 

No deja que responda cuando sale de la cocina caminando hacia la habitación de invitados. Y me deja ahí con casi toda la fruta terminada, un poco de huevo, un par de quesadillas y la terrible sensación de saber que le he salvado la vida a una persona y estoy por devolverla a la miseria pronto.

¿Te gustaría contarme tus impresiones hasta el momento?

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