II (UMDC)

DAMA, MONSTRUO Y HÉROE

Desnudos en el bosque de Fernan Léger

«Desnudos en el bosque»
Fernand Léger

ELLA

Domingo, 04:00 

Es más sencillo llevar la vida que elegí si imagino que estoy viendo a través de una mala película en primera persona. Aun no amanece y las manzanas que debo caminar hasta mi edificio son extensas. Pienso en mi hermano para distraerme, lo que a su vez me lleva a los gastos pendientes: la mesada a Tía por cuidar de Adrián, la colegiatura, el alquiler, y si sobra dinero será para el préstamo a Don antes de que los intereses aumenten. ¿Dinero para comida? Difícilmente.

Un escalofrío se apodera de mi autocontrol, poco tiene que ver con la noche helada. Hace un par de meses me quedé sin dinero, cambiarme de edificio a uno más barato resultó contraproducente al tener que pagar el depósito; y cuando mi hermano enfermó, ella me pidió más para los medicamentos de él. Sin ahorros ni a quien pedir ayuda, recurrí a la última persona en la lista: Don. 

Y él no es bueno de lo que se dice bueno. Me dio la oportunidad de trabajar en el bar y aceptó las condiciones que le di a pesar de todo: si algún cliente me daba una nalgada o tocaba los pechos e incluso si se atrevía a meter su lengua a mi garganta yo no tendría derecho a hacer una escena, pero sí tenía autorización para alejarme. Don es decente, entre lo indecente, y cumple su palabra para bien como para mal.  

Enfoco mi atención ante el panorama lúgubre que me rodea. Camino entre las calles vacías y oscuras; todavía recuerdo el miedo que me daba al principio, pero luego de algunos meses encontré, entre el asfalto desierto, las banquetas sucias, y los locales cerrados cierta tranquilidad. Camino guiada solo por el hambre, los gastos y mi hermano.

«Solo por él».

Cierro los ojos sin dejar de andar y sonrío con tristeza. Tras mis parpados puedo ver la sonrisa chimuela, el cabello rubio con rizos y la mirada traviesa de Adrián, en mis recuerdos mi hermano siempre está feliz. Solo tiene siete años y sigue sin entender por qué no podemos vivir juntos, por qué su tía abuela decidió que yo tenía que irme lejos a estudiar, y por qué no puedo verlo desde entonces, limitándonos a llamadas a sus espaldas cuando ella no se encuentra.

Me he inventado un libreto para cada pregunta de él: mentiras, mentiras, mentiras. La única verdad es que podríamos vivir juntos si Tía no se hubiese quedado con la custodia de él, si no hubiese impuesto aquella voluntad tan mezquina de separarnos y echarme de la casa porque no era la hija sanguínea de papá y ya era mayor de edad.

Sigo andando con la cabeza hacia el suelo contando los pasos que me quedan por dar para llegar a mi espantoso edificio.

Ella me dejó claras sus reglas: podía irme sola o acompañada a la calle. Y lo tuve claro incluso antes de saber los peligros que me esperaban, no arriesgaría la inocencia del niño de sonrisa chimuela que hace de mis pesadillas un pequeño lugar feliz.

Mi hermano es la única razón para continuar, también es lo que me motivó a arruinar mi vida desde hace ocho meses con aquel cambio que terminó con todo lo que antes amé de mí misma. Ahora sólo me importa ese niño de ojos grandes llenos de ternura y paz.

¿Cómo podría explicarle a Adrián que para ganarme la vida tengo que trabajar en ropa interior dentro de un burdel?, ¿cómo entendería que su desdeñosa tía no es mala únicamente por no dejarlo ver la televisión después de las siete, sino también por arruinarnos la vida?, ¿cómo entendería que a mi edad y sin universidad nadie me pagaría tan bien como lo hace Don?

Cuando tenía veintiún años, mamá y papá murieron en un accidente de avión. Estaba a mitad de mi segundo intento de carrera. Sin embargo, tras la muerte de ellos y para mi sorpresa, me dejaron más deudas que bienes, sabía la cantidad de dinero que recibiría con el seguro y el valor de la casa. Perdía la casa que fue mi hogar desde niña o el dinero para pagar la hipoteca, la elección parecía simple. Al final, elegí los buenos recuerdos y decidí usar casi la totalidad de mi herencia, haciéndome cargo de las deudas. Creí que de ese modo podríamos vivir con la pensión de Adrián y mantener nuestro hogar.

Sorpresa número dos del testamento:

La casa que estaba a nombre de papá pasó a ser de Adrián, quien tenía entonces sólo seis años. El testamento especificaba que mi hermano quedaría al resguardo de Tía, el único familiar directo entre ambos, aunque no la conocimos hasta entonces; y ese fue uno de los primeros eventos que me guiaron a donde me encuentro. 

Desde entonces un año entero, pero en ocasiones como estas en que camino durante la madrugada por calles oscuras, pienso que desde la última vez que alguien se preocupó por mí ha pasado toda una vida, o dos. 

—Sube, gatita —el grito a mi lado me detiene y devuelve a la realidad. 

La voz proviene del interior del vehículo que se detiene a mi lado, un pedazo de chatarra ruidoso y mugriento, con algunas abolladuras y espacios de pintura que el tiempo, los golpes y el sol arruinaron. 

Miro hacia el coche y luego hacia atrás, con algo de suerte todavía puedo regresar al burdel. Retrocedo dos pasos. El hombre baja del coche, lo reconozco en seguida. Es el barbudo que no paraba de hablar de su mujer mientras me tocaba las piernas cuando me acerqué. Lo empujé cuando intentó sentarme a la fuerza sobre su erección.

—Ya terminó mi turno. —Mi voz es de falsa simpatía. 

—¿Cuánto una hora? 

Mis uñas se clavan en las palmas, pero me limito a responder con suavidad. 

—No tengo sexo por dinero. 

El hombre se ríe sin ganas dando un golpe frustrado al capo del carro y vuelve a mirarme lascivo; no hay que ser un lector de mentes para saber que piensa en toda clase de perversiones y lo único que lo detiene es que cree que tiene una oportunidad para negociar.

—Me conformaría con tus labios en mi verga.

Mis piernas se vuelven gelatina ante la propuesta, doy un paso atrás dispuesta a volver al Bar de Don y pagar un taxi, aunque eso me deje sin comida para más tarde.

—Ya terminó mi turno —logro sacar las palabras a la fuerza de mi garganta, el hombre borracho e insistente sacude la cabeza y camina hacia mí, retrocedo. «Dos manzanas, está a sólo dos manzanas, puedo llegar sin problemas», intento convencerme.

—Tú vas a terminar cuando yo lo diga.

Se acerca, llevo los suficientes meses en este negocio para saber todos los riesgos que conlleva. Para los clientes soy sólo una camarera en ropa interior, para el resto de los hombres soy una prostituta sin valor, y sé que mi vida podría terminarse en un descuido, sobre todo cuando me encuentro con hombres borrachos dispuestos a hacer conmigo lo que sea si se los permito.

—Llamaré a la policía —en algún lugar dentro de mí encuentro el coraje para decir esas palabras lo suficientemente audibles.

El hombre barbudo se acerca, tiene toda la apariencia de ser un tipo de pesas y peleas, posiblemente podría cargarme al hombro si me resisto o noquearme con un manotazo. Mi instinto me grita que corra, pero siendo sincera conmigo misma sé que las posibilidades no están de mi lado, fácilmente él podría atraparme, estoy cansada luego de la jornada, no he comido y me siento débil, pero razonar con él es mi única oportunidad de escapar.

El hombre tiene una mueca de burla y desprecio, y continúa acercándose a mí.

—Si sólo supieras todas las cosas que quiero hacerte, sube, gatita —ronronea con su voz tosca y ronca, lo que hace que se me revuelva el estómago de miedo y asco.

Mi corazón bombea con fuerzas contra mi pecho, le sonrío al hombre tragándome la bilis que sube por mi garganta:

—Está bien, iré.

El hombre da la vuelta hacia la puerta del copiloto y entonces, cuando no me ve, corro. Sólo son dos manzanas. Lo escucho gritar tras de mí, pero eso no me detiene. Agradezco llevar un cambio de ropa al trabajo y vestir unos tenis deportivos y un pantalón de mezclilla, sería imposible correr con tacones de punta y falda ajustada.

«Corre, corre, corre». Lo intento. Mis piernas queman, el aire que entra a mi garganta me ahoga y tengo que luchar contra el terror que me invade al oír cada vez más cerca las pisadas a mis espaldas. «Corre, corre, corre».Pronto las pisadas y su voz insultándome suenan más cerca y no he llegado a la primera esquina cuando su mano sujeta mi cabello y jala haciéndome gritar y detenerme. 

—Te dije que vendrías conmigo, gatita.

Grito, pataleo e intento empujarlo. 

—¡Suéltame!, ¡suéltame! 

Se carcajea, me toma de la cadera para arrastrarme de regreso a su coche. Intento forcejear, pero sólo consigo que él jale con más fuerza de mi cabello manteniéndome quieta entre sus sudorosos brazos. Me aprieta haciéndome gritar desesperada y adolorida. Lo que lo incentiva a causarme daño. Apesta a alcohol, sudor y tabaco. Se ríe con sorna. 

Las luces de los faros, el chirrido de las llantas y los pitidos son el primer indicio de que la suerte juega a mi favor. Como puedo logro patear al hombre en las piernas. Pero él no se detiene por mí, sino por el conductor que baja de su deportivo dispuesto a molerlo a golpes.

—Esto no es tu asunto —habla el barbudo sin dejar de forcejear.

—Lo diré sólo una vez: suéltala ahora mismo.

Hay algo en la voz de él, quizá su sonido áspero o la mirada que es capaz de congelar un desierto, tal vez es que suena y parece decidido a dar pelea por mí, lo que sea consigue hacer que el hombre me suelte.

—Como quieras, nos veremos pronto, gatita.

Se aleja como si no hubiese estado a punto de secuestrarme o peor, mucho peor. Noto que estoy temblando cuando él pone su mano sobre mi hombro.

—¿Estás bien?

Asiento sin perder de vista al borracho que sube a su vehículo, lo enciende y se marcha. Siento el temblor en mis hombros y espalda, me esfuerzo en ignorarlo. Unos profundos ojos azules no paran de observarme de pies a cabeza como si quisiera encontrar alguna herida, la mano de él sigue sobre mi hombro. Tiene unos ojos helados que podrían hacer arder un infierno.

—¿Estás bien?

Vuelvo a asentir, pero ahora con lágrimas en las mejillas y los temblores leves se convierten en convulsiones de llanto. Me llevo las manos al rostro con terror, «¿Qué sería de Adrián si algo me hubiese pasado?»No quiero pensar en lo que hubiera ocurrido, pero no puedo evitarlo. Soy consciente que ser una bailarina erótica y servir bebidas a ebrios es más complicado que sólo rechazar propuestas de sexo y esquivar manoseos.

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